Oponerse a más impuestos es fácil y popular. Pero una reforma tributaria estructural, con énfasis en la corrección de las desigualdades existentes, es necesaria e inaplazable.
Mucho oportunismo político, un rechazo generalizado a los impuestos y algunos buenos argumentos se han mezclado en el debate de la reforma tributaria. Las voces de repudio e indignación son mayoritarias. Pero una reforma que incremente la tributación fortalecería la posibilidad de garantizar los derechos y financiar el posconflicto. Los derechos requieren de un Estado que recaude recursos y los aplique de manera eficiente a su satisfacción. Y antes que vender empresas públicas como Isagén o aumentar el endeudamiento, el propósito debería ser el de construir una fuerza ciudadana lo suficientemente poderosa para vencer a quienes siempre se han opuesto a una reforma tributaria con equidad, progresividad y eficiencia.
Aumentar el recaudo es necesario, pues el Estado colombiano tiene necesidades de financiamiento crecientes, y sin embargo la presión tributaria (impuestos como porcentaje del PIB) es muy baja (20,1%). No solo en comparación con los países de la OCDE (34,1%), sino incluso frente al promedio de América Latina (21,3%), y muy por debajo de Brasil (35,7%) o Argentina (31,2%). La dependencia de las finanzas públicas de la renta petrolera y la caída en los precios del crudo han aumentado la presión por la búsqueda de fuentes alternas de recursos. La reforma debió hacerse en la época de vacas gordas, pero las malas decisiones del pasado no anulan la necesidad de hacerla hoy.
El principal problema del sistema tributario actual es la inequidad, que a su vez repercute en la insuficiencia en el recaudo. En Colombia y Brasil, a diferencia de otros países de la región, la desigualdad y la pobreza aumentan por efecto de la combinación entre impuestos y gasto público. El Estado colombiano sí redistribuye el ingreso, pero para ampliar las brechas en vez de cerrarlas. El considerable peso de los impuestos indirectos –como el IVA- en la estructura de la tributación anula el efecto progresivo del gasto social, pues recae desproporcionadamente en quienes tienen menores ingresos, incrementando la pobreza. Es necesario balancear la estructura tributaria aprovechando el potencial de impuestos subutilizados como los que gravan el patrimonio personal, en particular los dividendos y la propiedad inmueble.
Todo ello debe hacerse respetando el criterio de la progresividad, según el cual cada quien aporta en proporción a su capacidad de pago. Sin embargo, nada más lejos de este criterio que la actual estructura tributaria, en la que por el efecto combinado de deducciones, rentas exentas e ingresos no constitutivos de renta, al 1% más rico, que concentra el 20% del ingreso total, se le cobran impuestos apenas sobre una quinta parte de sus ingresos, mientras que para los contribuyentes de renta que viven exclusivamente de su trabajo, el ingreso gravable es, en muchos casos, cercano al 100%. Por si fuera poco, las tasas efectivas caen a medida que aumenta el ingreso: el 0,01% más rico paga apenas el 8% de su ingreso en impuestos.
La eficiencia es otra tarea pendiente, en la que además de la simplificación del sistema, es necesario ampliar la base de contribuyentes y actuar de forma contundente contra la evasión y la elusión. Una participación vigilante de la ciudadanía será necesaria para lograr que en el paso del proyecto por el Congreso se fortalezca la autoridad tributaria y se adopten, por ejemplo, medidas eficaces contra la evasión a través de paraísos fiscales, que se estima le cuesta más de 4 billones de pesos al país. También para evitar que cada sector reclame su “tratamiento diferencial” apelando al poder del lobby. ¿O es que acaso a alguien se le ocurre todavía justificar que una empresa como la Drummond haya anticipado apenas 34 millones en impuesto a la renta habiendo exportado 10,4 millones de toneladas de carbón en 2014? Hasta la OCDE reconoce que las exenciones que están detrás de esta clase de injusticias son ineficaces para promover el empleo o la inversión y recomienda eliminarlas.Con este panorama es entendible la indignación de quienes se oponen a subir impuestos sin antes combatir la evasión y la corrupción o cobrarle a quienes más tienen y hoy no pagan. Pero eso no debería ser un argumento para rechazar de plano cualquier propuesta de reforma que exija contribuir a todos los que podamos hacerlo. Lo que se requiere es superar el equilibrio de cinismos entre, por un lado, un gobierno que se niega a gravar a los más ricos y a recortar los gastos innecesarios pero sí exige a la clase media y a los más pobres asumir las mayores cargas y, por otro, una opinión pública indignada, que se niega a aceptar cualquier reforma tributaria que les imponga obligaciones con el argumento de que hay mucha evasión, corrupción y derroche. En vez de ello debería buscarse una corresponsabilidad entre un gobierno que adopta medidas creíbles y ambiciosas para corregir estos problemas, y una ciudadanía dispuesta a contribuir en la financiación de un Estado que garantice sus derechos.
Ahora que está sobre la mesa un paquete de propuestas de una comisión de expertos tributarios, el gobierno debería dar el primer paso y desempantanar la discusión priorizando aquellas que permitan gravar las rentas más altas –como la de poner a tributar los dividendos o las pensiones altas- y mejorar sustancialmente la equidad, para de esta forma lograr un compromiso con una reforma donde todos estemos dispuestos a contribuir.