Faltaba una semana para
la Navidad y la asociación de mujeres de la iglesia había proyectado una
fiesta de Navidad en el asilo de ancianos. En mi calidad de secretaria,
tuve que telefonear a todas las asociadas para pedirles que prepararan algún
plato y fueran a atender personalmente a los ancianos. La mayoría
contestaba que encantada prepararía un pastel, pero que no tenían tiempo para
asistir a la fiesta. Me molestó constatar que tan sólo ocho de treinta y
cinco asociadas dijeron que vendrían a ayudar y teníamos que servir a casi
doscientos ancianos.
Las pocas señoras que se
habían comprometido a ayudar colocaban los adornos de Navidad, organizaban las
sillas y realizaban los diversos trabajos necesarios para poner en marcha la
fiesta. Gladys, la presidenta de la asociación, ya se encontraba
tras la larga mesa en la que cada una iba dejando su torta, preparando el ponche
y cortando los pasteles. Me acerqué a ella y le dije:
-
¡Qué lástima! Habría deseado que más señoras hubieran querido
ayudar. ¿Por dónde quieres que empiece?
La cálida sonrisa de
Gladys casi borró mi resentimiento:
- Puedes
ayudar llevándole la merienda a los ancianos que no pueden salir de su
cuarto.
-
Cómo no, dije agarrando una bandeja. ¡Será mejor que comience pronto, pues voy
a tardar un siglo en servirles a todos!
Empezó la música y no sé
quién se puso a cantar villancicos con los ancianos, que estaban todos reunidos
en el inmenso patio del establecimiento. Yo no tenía tiempo de escuchar
ni disfrutar las canciones. Me pasé la tarde corriendo de un lado a otro,
llevando pasteles y ponche, sin mirar casi ni de reojo a los ancianos que
servía. A cada
uno le daba además una bolsa
de caramelos y un regalo.
Recorrí todas las alas
del edificio, me dolían las piernas de subir las escaleras. Una de las
tantas veces que subí, una viejita que llevaba un vestido estampado, rasgado y
desteñido me tocó el brazo y me dijo tímidamente:
-
Perdone, señorita. ¿Tendría la bondad de cambiarme el regalo?
Me volví hacia ella
irritada y repliqué:
-
¿Cambiarle el regalo? ¿Por qué? ¿Es que le tocó uno de hombre?
- No,
no... dijo vacilante. Es que me tocaron perlas. Las perlas
representan lágrimas y yo ya no quiero más lágrimas.
Pensé: ¡Qué
superstición más tonta! ¡Hay que ver cómo está el mundo! ¡Deberían agradecer
cualquier cosa que les dieran!
- Lo
siento. Ahora estoy muy atareada. A lo mejor después se lo puedo
cambiar.
Me fui corriendo para
llenar otra vez la bandeja y me olvidé al instante de la señora.
Con la bandeja llena de
tortas llegué corriendo a la sección de mujeres, en la planta baja. Abrí
la puerta del cuarto apoyándome de espaldas y una vez dentro, di la
vuelta; cuando vi lo que había allí, me estremecí de tal modo que la bandeja me
empezó a temblar en mis manos. ¡En aquel cuarto feo y deslucido, acostada
en un camastro de
sábanas grises y con un
camisón raído, estaba mi madre! ¿Mamá? ¡No puede ser! ¡Mamá
está muerta! y de estar viva, no se encontraría en un lugar así. Se
trataba de un asilo para ancianos sin familia, gente pobre y enferma que no
tenía donde estar ni quien la cuidara.
No podía ser; los ojos me
estaban haciendo una jugarreta. Cuando volví a abrirlos pude ver mejor a
la mujer demacrada que ocupaba el cuarto. No era mi madre, sino una
viejita de cabello gris y ojos azules, que ni se parecía mucho a ella.
¿Qué me habría pasado que pensé que esa pobre mujer era mi madre? Sería
la madre de otro, no la mía. Entonces, ¿por qué no me sentí aliviada? Todo lo
contrario, me embargó un dolor inmenso y se me hizo un nudo en la garganta.
Sin pronunciar palabra,
volví a salir justo a tiempo para que no me viera llorar. Por el oscuro
pasillo retorné a la mesa en la que se encontraba Gladys trabajando, muy
animada. Se me debía de notar lo mal que me sentía, porque su expresión
cambió en cuanto me vio y me dijo:
- ¿Qué
te pasa, Betty? me preguntó, rodeándome con el brazo.
- Es
que vi a mi madre... dije sollozando. ¡Acabo de ver a mi madre allí en un
cuarto! No puedo seguir.
- Lo
que te pasa es que estás agotada. Tómate un descanso.
Varias personas que se
encontraban por allí cerca empezaron a mirarme. Agarré una servilleta y
me fui corriendo para que no me vieran llorar. Me dirigí a un
rincón de la sala donde no había luz y me senté sollozando:
- Señor
recé, ¿qué me pasa? ¿Me estoy volviendo loca?, y casi al instante oí su
respuesta, que no me llegó con palabras audibles sino en mis
pensamientos: «Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los
pobres... y no tengo amor, de nada me sirve.».
Caí en la cuenta de que
esas palabras iban sin duda alguna dirigidas a mí. Ese día yo había
preparado tortas, caminado kilómetros, llevado comida a muchas personas, pero,
¿para qué? ¿A quién había estado sirviendo? ¿A quién había tratado con
cariño? ¡Ni siquiera me había molestado en mirar a nadie! Los
ancianos no significaban nada para mí, ni veía sus rostros... hasta que vi en
alguien que sufría el rostro amado de mi madre. Entonces cobraron vida
para mí los ancianos:
-
Perdóname, Señor dije en voz baja. Lo he hecho todo al revés. Tengo
que volver a empezar.
Respiré profundamente, me
enjugué las lágrimas y volví a la mesa de los pasteles. Gladys me miró
desde donde estaba ocupada y me dijo:
- Ya
has hecho bastante por hoy, Betty. ¿Por qué no te vas a casa a descansar?
- No
me pidas que me vaya le respondí. En realidad, recién voy a empezar como
debe ser.
Cuando estaba a punto de
irme cargando otra bandeja, de pronto me acordé:
-
Gladys, ¿tienes otro regalo para señoras? Tengo que cambiar uno.
Ella me pasó una cajita
que contenía un broche de piedras rojas con forma de corazón:
-
Gracias, es ideal le dije, agarrándola y alejándome deprisa hacia el patio.
Haz que encuentre a esa
mujer, oré para mis adentros. Ni me había molestado en mirarle la
cara. Había estado demasiado ocupada para prestarle alguna atención.
Busqué entre todos los ancianos, de fila en fila. A todos se les veía
contentos, cantando villancicos mientras resonaba la música. Por primera
vez en todo el día, empecé a sentirme feliz. Entonces vi el
andrajoso vestido estampado. La señora estaba sentada contra la pared,
sola, teniendo en su regazo los caramelos sin desenvolver y las perlas.
Se veía muy triste y desdichada. Me acerqué corriendo y le hablé:
- La
he buscado por todas partes. Tome, le traje un regalo diferente.
Alzó la vista sorprendida
y luego, casi como quien pide perdón, agarró la caja y la abrió. Los ojos
se le iluminaron y sonrió de oreja a oreja encantada:
- Muchas
gracias, señorita exclamó, es muy bonito.
De nuevo se me hizo un
nudo en la garganta, pero esta vez no me importó:
- Deje
que se lo coloque le dije. Y déme esas perlas, que ninguna falta nos
hacen las lágrimas en Navidad.
Cuando me fui, la dejé
cantando en el patio con los demás y me dio la impresión de que se me quitaba
un peso tremendo de encima. Sólo me quedaba una cosa por hacer antes del
fin de la fiesta: volver al cuarto de la sección de mujeres, en la planta
baja. De alguna forma tenía que darle las gracias a aquella anciana, pero
no sabía cómo. Cuando empujé la puerta, me encontré a la señora sentada
en la cama, comiéndose la torta y cuando entré sonrió:
-
Feliz Navidad mamita, le dije.
- ¡Qué
bueno que haya vuelto me contestó! Quería darles las gracias a todas las
señoras por venir y hacernos la fiesta. Me gustaría hacerle un regalo,
pero no tengo nada que le pueda dar. ¿Le puedo cantar una canción?
Ya no me podía contener
más y asentí con la cabeza. Me senté en la cama mientras ella me
interpretó, con voz chillona, tres estrofas de una canción muy triste que
jamás había escuchado en mi vida. Pero el resplandor de sus ojos
pudo más que la letra y dejó en mí bien claro el mensaje de la Navidad:
¡Compartir con los demás!