La eterna tensión entre ser madre y crear arte



“Demasiada vida entra en esta casa”, escribió Tillie Olsen, escritora, activista sindical y madre de cuatro niñas, en una carta a la poetisa Anne Sexton. “Levantarse a las 6, desayunar por turnos, preparar la comida, y luego, si no hay nadie enfermo, o no es día festivo o cualquiera de los otros quirófanos, se trabaja hasta las 4, a veces más tiempo o una tarde entera, dependiendo de la carga de las tareas domésticas, compras, mandados, gente, crisis familiar o de amigos del momento”. Esta descripción del tumulto artístico y familiar se escribió en 1961, pero podría haber sido un correo electrónico de una madre a otra en 2024.

Olsen y Sexton fueron de las primeras beneficiarias de una beca remunerada del Radcliffe Institute for Independent Study. Como se describe en el libro The Equivalents: a Story of Art, Female Friendship and Liberation in the 1960s de Maggie Doherty, la beca “se dirigía a una clase de estadounidenses omnipresente y, sin embargo, marginada: las madres”, y estaba “diseñada para combatir el ‘clima de falta de expectativas’ al que se enfrentaban las mujeres en un Estados Unidos de mediados de siglo”, según la entonces presidenta de Radcliffe, Mary Ingraham Bunting.

En algunos sentidos, se han hecho progresos importantes para las mujeres estadounidenses; en aquella época, por ejemplo, era perfectamente legal despedir a una mujer por quedar embarazada (en otros sentidos, hemos vuelto al siglo XIX).

Aun así, me sorprendió descubrir que gran parte de los sentimientos expresados por Olsen, Sexton, la profesora Maxine Kumin, la pintora Barbara Swan y la escultora Marianna Pineda en el excelente y sensible libro de Doherty parecían completamente modernos seis décadas después. El libro me hizo reflexionar sobre si algunos de los conflictos que las madres sienten entre sus responsabilidades familiares y otras partes de su vida pueden resolverse plenamente.

Por un lado, estas mujeres tenían maridos que las apoyaban. El marido de Olsen, Jack, se mudó con ella desde San Francisco al otro lado del país cuando obtuvo la beca. En el mundo académico, a quien se traslada por otra persona se le suele llamar cónyuge acompañante, e incluso en el siglo XXI es más probable que sean mujeres. El marido de Pineda, Harold Tovish, también era un escultor de éxito. La consideraba “la mejor artista”, señala Doherty, y le dio a Pineda el estudio más grande, luminoso y más adecuado en su casa de Massachusetts.

A menudo, como en el caso de las mujeres retratadas en Lives of the Wives: Five Literary Marriages, de Carmela Ciuraru, la vida doméstica con cónyuges malcriados y ensimismados era un obstáculo para las artistas. Pero para las mujeres retratadas en The Equivalents, la maternidad también fue una musa: Pineda, por ejemplo, esculpió la forma del embarazo, y al hacerlo, según su antigua galerista Abigail Ross Goodman, “también está hablando del nacimiento de la creatividad, del nacimiento de las ideas, de lo que supone para un artista dar a luz”.

La historia de Olsen me conmovió de manera especial. “Había sido una celebridad literaria en la década de 1930”, dijo Doherty, pero:

en 1960, aquellos años parecían otra vida. Olsen había pasado las décadas de 1940 y 1950 criando a cuatro hijas, organizando a la comunidad y trabajando en varios empleos para mantener a su familia. Escribía cuando podía —en el autobús de vuelta del trabajo, por la noche, cuando sus hijas dormían—, pero le costaba terminar alguna obra de ficción. Solo en los últimos cinco años ha conseguido escribir y publicar algunos relatos cortos. Cuando publicó Dime una adivinanza [una colección de relatos breves], estaba sobrecargada de trabajo, mal pagada y tenía casi 50 años. Temía haber perdido la oportunidad de convertirse en la gran escritora proletaria que tanto había deseado ser.

Olsen quería más tiempo para escribir así como “más tiempo en casa con sus hijas” y “la energía para disfrutar de ese tiempo”. A diferencia de la mayoría de los becarios, que tenían una mejor situación económica, a Olsen resentía el hecho de que ella y su marido tuvieran que trabajar en empleos mal pagados para llegar al final del mes. Aunque él era equitativo en muchos aspectos, Olsen seguía realizando la mayor parte del trabajo doméstico, al igual que muchas madres trabajadoras siguen realizando más tareas domésticas que sus cónyuges.

Cuando se trasladó de San Francisco a Cambridge, Massachusetts, para la beca Radcliffe, había planeado trabajar en una novela, pero acabó enterrada en las estanterías de la biblioteca, estudiando a escritores como ella que tenían lo que ella llamaba “silencios antinaturales”, cuando las circunstancias de la vida, y no la falta de inspiración o de materia prima, te alejan de tu arte.

(En relación con esto, lamento estar escribiendo recién ahora sobre un libro que salió en 2020, pero estaba algo ocupada en esos días).

Una vez más, me sorprendió lo relevante que sigue siendo la obra de Olsen. Dio una charla en el instituto titulada “La muerte del proceso creativo”, y fue adaptada en un artículo para Harper’s Magazine en 1965. Este pasaje todavía resuena:

Más que en cualquier relación humana, abrumadoramente más, la maternidad significa ser instantáneamente interrumpible, receptiva, responsable. Los niños te necesitan ahora (y recuerda que, en nuestra sociedad, la familia debe ser a menudo el centro de amor y salud que el mundo exterior no es). El mero hecho de que sean necesidades de amor, no de deber, de que uno las sienta como propias, de que no haya nadie más que se responsabilice de ellas, les da primacía. Es la distracción, no la meditación, lo que se convierte en habitual; la interrupción, no la continuidad; el trabajo espasmódico, no constante. El resto ya se ha dicho aquí. El trabajo interrumpido, aplazado, pospuesto, produce bloqueo, en el mejor de los casos, una consecución menor. Las capacidades no utilizadas se atrofian, dejan de ser.

El conflicto de Olsen, como ella lo describió, era “reconciliar el trabajo con la vida”. Como escribe Doherty, “Olsen sostenía que la vida no era como un calendario: la beca (y el hecho de que tuviera hijas mayores, la menor era una adolescente cuando se mudó a Cambridge) hizo posible que Olsen mantuviera su trabajo. Por fin llegó a un punto en el que no necesitaba tener un empleo de día, y el trabajo que pudo terminar en el instituto cambió su vida de forma permanente. Pero no borró todos sus conflictos internos. Olsen “anhelaba una vida imposible, una en la que pudiera dedicar el tiempo adecuado” tanto a su trabajo como a sus hijas, escribe Doherty.

Al leer las palabras de Olsen, pensé en todas las madres con las que he hablado con los años, tanto como periodista y como amiga, que sienten con agudeza el conflicto entre la maternidad y todos los demás aspectos de la vida. A menudo interpretan esa sensación de tensión como una señal de que están haciendo algo mal, de que trabajan demasiado o no lo suficiente. No siempre piensan en los problemas financieros o estructurales que las frenan. A menudo ven los obstáculos como fracasos personales y se sienten culpables por lo que creen que están haciendo mal.

Pero ¿y si aceptaran que la tensión será eterna? ¿Y si siempre hubiera sentimientos de frustración y agotamiento que chocaran con los sentimientos de alegría y amor infinito? No creo que este sentimiento sea exclusivo de las madres o de quienes trabajan por un sueldo. Los padres presentes sienten el tira y afloja de la vida y la familia tanto como las madres; solo que tienen menos expectativas sociales en torno a su paternidad y más expectativas sociales en torno a su trabajo remunerado.

Olsen dejó no solo una obra de escritos maravillosos —aún recuerdo el delgado volumen de Dime una adivinanza que encontré en la estantería del despacho de mi madre cuando volví a casa de la universidad un verano—, sino también un legado de cuidados. Y no solo para sus propias hijas, a las que adoraba, haciendo que sus cumpleaños fueran especiales y que sus habitaciones estuvieran llenas de libros, incluso cuando la familia estaba en la quiebra.

Cuando su hija Julie estaba en el colegio, Olsen acogió durante varios meses a “un joven de una familia con problemas”. Ese hombre recordó una vez con cariño la mesa de Olsen. “Hablaban, reían, bromeaban, se burlaban, contaban sus anécdotas del día, se escuchaban con respeto, se respondían con cariño. Hablaban de literatura, música, cine y política. Querían saber qué pensaba, en qué creía, qué autores leía”. No sé si Olsen sintió alguna vez que había logrado alcanzar esa “vida imposible”. Pero para esta lectora, lo consiguió.


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